La denominada transición energética justa se presenta como una solución a la crisis climática, pero, en su modelo de financiamiento actual, no es más que un nuevo negocio para inversionistas y bancos internacionales que perpetúa el extractivismo y la explotación de los territorios del sur global. En lugar de transformar el modelo de producción y consumo, la transición se enfoca únicamente en cambiar la fuente de energía, promoviendo una minería intensiva de minerales críticos para la generación de energías renovables.
Mientras se argumenta la urgencia de actuar contra el cambio climático, no se consideran las afectaciones sociales que este ha agravado. Se invisibilizan los impactos en comunidades indígenas, mujeres, niñeces y grupos marginalizados, quienes continúan sosteniendo el sistema extractivista con sus vidas. La transición energética, tal como se plantea, no es justa, sino una profundización de las desigualdades estructurales.
Un ejemplo de este modelo extractivo es la industria del hidrógeno verde en Magallanes, impulsada por financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Este proyecto busca invadir la región con aerogeneradores para producir amoníaco e hidrógeno verde, exportando energía a los países del norte global.
Magallanes, con una densidad poblacional de 1,1 habitantes por km², una población de poco más de 180.000 personas y un crecimiento demográfico del 1%, no cuenta con la infraestructura para soportar una explotación industrial de esta magnitud. La región solo dispone de una carretera principal, un centro asistencial de alta complejidad y enfrenta altos índices de violencia de género y explotación sexual infantil. Sin embargo, en este contexto de precarización, el BID ha otorgado un préstamo de US$400 millones, una deuda asumida por el Estado de Chile y traspasada a CORFO, sin garantías de que la inversión beneficie a la población y no solo a privados.
El impacto de este megaproyecto no se limita a la infraestructura, sino que amenaza la identidad y formas de vida de la región. La industrialización forzada conllevará una explosión demográfica que generará gentrificación, colapso del sistema sanitario y de vivienda, y una transformación radical en la cultura local. Sin regulación nacional clara sobre la desalación del agua de mar ni protección del territorio, Magallanes se perfila como una zona de sacrificio en nombre de una transición energética que beneficia a otros.
El BID justifica su financiamiento con supuestas salvaguardas medioambientales, sociales y de género, además de un mecanismo de reclamación. Sin embargo, en la práctica, estas regulaciones dependen de cómo los gobiernos de turno desarrollen los proyectos, y el banco elude su responsabilidad alegando que cada Estado es soberano. De este modo, las salvaguardas quedan en meras declaraciones de principios, sin mecanismos efectivos de fiscalización ni protección real para las comunidades afectadas.
A esto se suma la presión del Gobierno de Chile para acelerar la tramitación de la Ley Marco de Permisos Sectoriales y la Reforma al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental. Ambas iniciativas buscan facilitar la inversión en megaproyectos a costa de debilitar los estándares ambientales y participativos, dejando a las comunidades aún más desprotegidas.